Tras las rejas de la lealtad

 Autor: Johan David Piedrahita

Consiguiendo la historia

En mayo de 1995 se conoció la noticia de que seis muchachos en la ciudad de Ibagué habían sido capturados por el grupo de la SIJIN, relacionados con robo continuo en una empresa de cobranzas que distribuía productos de belleza. Cuando me enteré, después de veintiocho años de esta historia, fui yo quien llamó a uno de estos seis muchachos involucrados para ver qué tan difícil sería contarme su historia. Se llama Carlos Alberto Loaiza. Esta es la reconstrucción de un momento que nunca más él quiso revivir, y que aquel error fue un antes y un después en su vida.

Cuando hablamos la primera vez, a pesar de la relación que teníamos, su respuesta fue: “No, a mí no me gusta hablar de ese tema”. La llamada apenas duró un minuto, y yo tenía que entregar un reportaje en menos de un mes. Dos semanas después, como todo buen reportero, insistí. Después de una llamada más extensa, me dijo: “Nos vemos el lunes a las 8:00 de la mañana, y me tiene desayuno”. Eso me llenó de satisfacción y despertó un lado periodístico que aún no había desarrollado. Al llegar, pude ver en su rostro un cóctel de emociones que estaba a punto de desbordarse, un momento en el que podría liberar lo que por años había tenido atragantado.

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Lo primero que le pregunté fue: ¿Qué tan fácil es llegar a una cárcel? Y su respuesta no distó mucho de su propia experiencia: “Para llegar a una cárcel es muy fácil, y en mi caso fue facilito. Entré a la cárcel por no delatar a otras personas”. Esta frase es la columna vertebral en el desarrollo de su historia, según Loaiza. Luego, comenzó a hablarme sobre su trabajo. Él formaba parte del grupo de cobradores de Leibon, una empresa que vendía productos de belleza. “Éramos ocho, y de esos ocho, tres eran amigos míos”. Ellos se desplazaban por varios territorios en el departamento del Tolima cobrando, y ganaban por porcentajes según lo cobrado.

El amigo

Empezamos a hablar sobre cómo eran sus amigos, y en palabras de Loaiza, solamente me dijo: “En todo grupito siempre hay uno más abeja que los otros”. Cuando le pregunté por el nombre de ese amigo, solo recordó que se llamaba Daniel. Lo consideraba astuto, pero lo que ellos no sabían era que la astucia de Daniel solo les iba a traer problemas. Al ver que no les iba bien cobrando, este amigo decidió adulterar la firma del jefe. Cuando ellos pedían los productos para entregar, el jefe siempre les firmaba, y ahí Daniel vio una oportunidad sucia de ganar más dinero. Durante un tiempo él hizo esa operación solo, les gastaba a sus amigos cuando ellos se encontraban en los pueblos.

Daniel pensaba que sus amigos no iban a dudar, pero entre ellos surgió un dilema: ¿De dónde saca tanto dinero? “Nosotros le preguntamos, de dónde este con tanta plata si todos trabajamos igual que usted, cobramos igual que usted”. Lo único que les respondió fue: “Yo tengo mi secreto”, un secreto que les jugaría una mala pasada.

Como todo sale a la luz, en cierto momento, descubrieron lo que Daniel estaba haciendo. En un bar llamado Las Quintas en el municipio de Girardot, después de algunos tragos, contó su secreto: “Nos dijo que había adulterado la firma del jefe”. Aquellas palabras de Loaiza retumbaron en sí mismo, y el sudor en sus manos reflejaba en mí, las emociones rebosadas sobre aquel relato. Les pidió cinco productos para hacerlos pasar como si hubieran sido devueltos. Daniel firmó cuatro facturas a cada uno, equivalentes a $19.000. En esa época eran aproximadamente $760.000 colombianos en la actualidad.

El inicio de la caída

Le pregunté si él participó en esa falsificación más de una vez; solo respondió: “Nos pareció fácil, decirle que cuando estuviéramos pelados nos hiciera el favor”. Se deduce que sucedió en otras ocasiones. Mientras respondía, su pierna derecha no paraba de moverse ansiosamente. En mi cabeza rondaba una misma duda por cada palabra que él soltaba: ¿Por qué dice que fue preso por lealtad? ¿Lealtad a qué? Todo llevaría a la respuesta con unas preguntas más adelante.

“Fui trasladado a la ciudad de Armenia; de allí, tuve que ir a La Dorada a seguir cobrando”. En el transcurso de siete meses, esa era su rutina. Mientras tanto, su grupo de amigos seguía haciendo lo mismo, y se mantuvieron así durante un año. En las cuentas de Loaiza, participó en ello durante tres meses. Pasado el año, se hizo notable el desfalco en Leibon. El jefe de la empresa decidió realizar una investigación para dar con el culpable del robo.

"Volví y me encontré con mi amigo; él seguía en la misma tónica, pero cuando llegué, ya estaban haciendo una investigación". Ellos no sabían lo que estaba sucediendo al interior de la empresa, pero se llevarían una sorpresa para nada agradable. En ese punto de la conversación tuve que parar para que él comiera y tomara algo. Durante el tiempo de espera fui tejiendo mis ideas, dándole alguna especie de sentido para reconstruir todo en mi cabeza. Nos volvimos a sentar en el comedor juntos. Antes de soltar la siguiente pregunta, él quiso continuar exactamente en la misma parte en que habíamos quedado.

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“Cierto día nos citaron a todos los cobradores a la empresa para pagarnos el sueldo”. En esa época él tenía una DT 125, una moto nueva que había conseguido comprar con ayuda de la suegra. “Nos citaron, pero un amigo mío me dijo: No Caliche estamos como caídos, al parecer pillaron a Daniel”. En ese momento, por instinto, decidió guardar la moto donde una amiga. De ahí regresó a la empresa, y al jefe se le hizo extraño verlo sin la moto. “El jefe me preguntó qué había hecho con la moto, y yo le dije que la dejé en la casa”, cuando ellos menos pensaron les cayó el grupo de la SIJIN, los encerraron en una pieza, “yo dije qué pasó”. Estaba con otros dos compañeros y junto a ellos se exaltaron peleando con la SIJIN. Fueron agredidos por este grupo policial, “a mí me dieron duro, me pegaron un culatazo en la cabeza que me mandó al hospital”, recuerda.

Mi mes más largo

Yo había escuchado esta historia a pedazos. Al ver cómo el sudor caía de su frente contando esto aún después de los años, creaba en mí una conexión a esas sensaciones rebosantes en Loaiza. “Quedé mal después del culatazo, así que me tuvieron que llevar al hospital”. Allí estuvo durante un día. De ahí lo trasladaron a la permanente, pero por la noche fue llevado de vuelta al centro hospitalario ya que tuvo un decaimiento en su salud, el cual lo mantuvo dos días hospitalizado. En la permanente estuvo recluido ocho días, de los cuales solo pensaba en qué había pasado para llegar a ese punto. Solo sentía un vacío y pensaba en su madre, esposa e hijo, pero con su conciencia limpia.

“Cuando hay una demanda entablada por desfalcos en millones de pesos, uno alega porque no hizo eso. Cometí el error, pero no en toda esa cantidad”. En el momento en que a todos les imputaron cargos, inició una lucha entre delatar solo al implicado o callar por lealtad. Sus ojos transmitían las mismas sensaciones que vivía en ese preciso momento. No estaban hablando de ir simplemente a una cárcel, hablaban de ser presos en el Panóptico de Ibagué, una de las peores en el país en aquel entonces. Esa era la verdadera angustia. Entre ellos se pusieron de acuerdo en que nadie iba a decir nada: “Los amigos nos cerramos en no decir nada. Y por eso se fue a la cárcel, por guardarle lealtad a un amigo que había falsificado la firma del jefe”.

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Ellos fueron acusados de distintos delitos relacionados al desfalco, pero ninguna de estas fue comprobado por el pacto de silencio que hicieron entre ellos, de no decir nada. “Entrar al Panóptico es mucho peor que estar en la Permanente, porque ahí sí hay gente más mala que no tiene interés de vivir, simplemente de pelear”. Al entrar a esta cárcel, Loaiza tuvo distintos problemas, y entre ellos fue con el cacique del patio. Lo enviaron a preguntar por el costo de una habitación para no dormir afuera en el pasillo. “Hablé con el que mandaba en el patio, el cacique, y me respondió que valía dos millones para quedarnos los seis”. A Carlos le pareció fácil decirle que eso era muy caro, que ni en la calle costaba eso. “El man dijo que eso no era la calle, que eso era otra vida”.

“Los primeros cuatro días que estuve encerrado me quedé mejor en la pieza para evitar problemas con los demás reos”. En ese punto logré colocar la pieza faltante en mi rompecabezas mental. Había entendido el por qué había sido preso por lealtad. Le pregunté si él sabía lo que sucedía exactamente afuera o si estaba enterado de algo. No es un secreto que en esas condiciones se pierde la noción de los sucesos, y en él no fue lo contrario. “El corazón se me destrozó al ver a mi hermana y mamá llegar, porque la mamá es el sentimiento más puro que uno tiene”. Él veía en el rostro de su madre sufrimiento, compasión y tristeza, la misma que deja sentir en sus palabras, y en una mirada aguada cada vez que se refería a ella.

En la boca del lobo

Carlos Alberto Loaiza tiene una hermana, la cual vivió de cerca esta historia. Así que yo decidí acercarme a ella para conocer lo que vivieron en esos momentos, lo que sucedía afuera y que él adentro no sabía. Su nombre es Yandela Orjuela Loaiza. Esta es la reconstrucción de un momento que marcó su vida y la de su mamá, Ester Julia Loaiza.

No miento que llegué donde Yandela Orjuela con curiosidad y con mis preguntas algo revueltas. Mientras hablábamos antes de iniciar, analizaba su forma de expresarse, la forma en que se refería a su hermano, la cual no distó mucho de lo que él me había contado. La primera pregunta que solté para abrir la conversación fue: ¿Cómo se enteró de lo que estaba sucediendo? “En ese momento yo me encontraba trabajando, y mi mamá me llamó llorando”. Ester Julia le contó que había recibido una llamada de la permanente, la cual le decía que debían presentar al hospital, pues Loaiza se encontraba allí por un golpe. Él estaba siendo acusado de un desfalco. Orjuela tenía diecinueve años, y sobre ella recaía el peso de su familia. Su madre dependía de ella económicamente, y por esa misma razón la buscaba para encontrar una solución al problema, como era habitual.

Loaiza era el menor de los hijos varones y era la adoración de su mamá, quien siempre estaba pendiente de él. “Ella me llamó para buscar la manera de encontrar un abogado y que él se encargara del caso”. Buscaron ayuda en Luis Fernando Ramos Loaiza, el hermano mayor, pero no recibieron ningún apoyo de su parte: “Fer se encontraba en la zona del Caquetá. Él era policía, y por eso traté de buscarlo como ayuda”, el apoyo que buscaban en su hermano no lo encontraron. Solamente recibieron reproches de su parte. Es una persona sumamente conservadora, alguien que no tiene puntos medios, es o no es. Al revivir este momento por completo, su tono de voz reflejaba la desesperación que vivió durante esas primeras horas.

“Después de recibir la llamada, nos dirigimos hacia el Federico”. Llegaron a preguntar por el estado de salud de su hermano; el médico que lo había atendido les comentó que tenía un traumatismo craneoencefálico debido a un culatazo dado por un agente de la SIJIN. Al trasladar a Loaiza a la permanente, se reunieron con la mamá de uno de los implicados. “La señora nos dijo que tenía el contacto de un abogado, así que al día siguiente nos reunimos con el abogado, y él se encargó del caso de todos los muchachos”. Un solo abogado se encargó del caso; ellos debían reunir una cantidad de dinero para que él analizara las pruebas y supiera qué tan culpable era cada uno.

Identifiqué algo en común que tenían estos dos hermanos. Cada vez que nombraban a su mamá, había un tono melancólico, como si recordaran a alguien que ya no estaba. Decidí ser imprudente y preguntar por la señora Ester Julia Loaiza. “Mi mamá falleció en el año 2001. Cuando esa mujer se fue, en nosotros también se fue una parte con ella”. Así como Loaiza había expresado que su madre era el sentimiento más bonito que tenía, Yandela no se alejó de esto mismo sentir.

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Después de dejar todo en manos del abogado, la señora Ester Julia decidió ir a hablar con el jefe de Leibon. “Quiso ir a hablar con él y acudir a su corazón”. Ella quería hacerle saber a él que Loaiza no había hecho nada. Al salir Yandela Orjuela del trabajo, se dirigieron hacia el barrio Arkaparaiso. En esa zona se encontraba la empresa. A eso de las 6:30 p.m. llegaron; el jefe justamente se encontraba ahí. “Al llegar nos atendió un guardaespaldas, un tipo alto y moreno”. Ellas llegaron a ese lugar como si nada. El guardaespaldas las hizo pasar, el jefe de Loaiza las atendió y les dejó saber que él sabía que su hijo no tenía nada que ver, pero que se estaba equivocando al cuidarle las espaldas al resto. “El señor quería que simplemente Carlos dijera quién había hecho eso para salir totalmente libre”; al hablar de su vivencia, sus manos no se paraban de mover. Las unía una con la otra, mientras sudaban. Salieron sin ningún problema de la empresa, pues el señor vio en Ester Julia a su propia madre. “Le dijo: 'Madre, realmente verla a usted es como ver a mi mamá. Solo les recomiendo que le diga a su hijo que hable, y yo retiro todos los cargos'”. Les pidió que se retiraran del lugar. Que ya no podían hacer más que hablar con Loaiza, pero que la admiraba por ser la única en abogar por su hijo.

Poco después se enteraron de que el dueño de Leibon era una persona con lavados de activos de Cali. “Nos dimos cuenta de que era alguien con nada legal, y sus guardaespaldas no eran las mejores personas”. Se metieron en la boca del lobo para encontrar una solución al problema. A él nadie lo conocía, era más fácil encubrir todo en una ciudad en la que pasaba desapercibido. Tenía cola para pisar, así que no se quiso arriesgar más.

Fútbol en el patio 6

Cuando salió a recibir la comida en su quinto día, se encontró con un amigo. “Cuando salí me encontré con un amigo que estaba ahí también. Él se encargaba de organizar campeonatos de fútbol con la gente de los pabellones”. Como sabía que Loaiza era bueno jugando, lo invitó. Le recomendó que se saliera de esa celda porque encerrado se mataba pensando. Salieron a jugar con los reos del patio seis; la apuesta era con los del patio cinco. “Yo estaba en mi furor para el fútbol”. Entonces, el amigo lo metió en el equipo del cacique, con la persona que tenía el problema. Contando esto le salía una risa burlona, con algo de ironía.

Jugó en el equipo de él. Lo hizo bien, y en medio de una jugada metió un buen gol. Debido a eso le iban a pegar los del patio cinco, pero el cacique se metió a defenderlo. “El partido estuvo apretado. Como yo conformaba las filas del cacique, él me defendió cuando me iban a dar duro por meterles un golazo”. Por el buen juego, se ganó el respeto del que mandaba, y le dio un respiro al quitarle el problema que se había ganado con el mismo.

Se pudo abrir después de veintiocho años. Contó detalles que nunca habían escuchado ni familiares. Esta experiencia marcó su vida, le dio un giro de 360 grados. Hoy Carlos Alberto Loaiza es el dueño de unas canchas de tejo. Son muy conocidas, y él también. Si pregunta por Carlos en la veinticinco no le dan respuesta, pero si pregunta por caliche sabrán dónde encontrarlo.

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